Mi territorio

 

Hay montañas que se ven muy altas. Cada una de sus cumbres rozan el cielo que las besa volviéndolas blancas y heladas como premio a la virtud de elevarse. Las montañas son altura y también son frontera, muralla que separa, barrera en la planicie.

Primero partió él desde la tierra de los incas a cruzar la blanca cordillera, buscando buena vida para nuestra familia, explorando vías, sondeando el modo y la forma de adaptarse en las latitudes de la lejanía.

Valle fértil le acogió en la mitad de un país que ofrecía una vitrina de posibilidades, promesas de futuro, certeza de presente.

Yo seguí sus pasos, su huella, el camino que me desplazó desde mi territorio.

Vivir y migrar son verbos que se conjugaron juntos en cada meta alcanzada en la nueva tierra. Brotes sabrosos, nostalgia de raíz, arrullo en pareja.

Nada queda atrás, con todo eso se viaja. La memoria alberga e invoca la tierra lejana en cada sueño, en cada remembranza, en cada sabor que conecta con el terruño amado.

Somos un pedazo de esa tierra y también somos la semilla que viaja con el viento, que la mueve para florecer regada por otros ríos.

Mi cuerpo es mi territorio desplegado, soy la posición y el trazo de la huella que une dos puntos.

Soy la que conjuga el verbo amar mil veces en su presente, soy la que transita la vida sin miedo a las barreras. Amo con mi cuerpo para celebrar esa complicidad que no sabe de distancias, ni de montañas, ni de formas perfectas.

Amo con mi cuerpo porque aunque migre, es el único territorio que me pertenece.